Aquí todos compran tortillas a la hora de comer. Cada vez tienen que ser más kilos para que alcancen a llenarse con los frijoles, el arroz y la carne que a veces alguien regala. No siempre hay para todas estas personas, pero alguien habrá de compartir la hogaza de pan. Lo importante es que no están afuera enfermando con ese virus por el que han muerto más de 8 mil personas en Sinaloa.
El albergue Buen Samaritano tiene un número grande de inquilinos y que sigan aquí es como un milagro solicitado por el Pastor Luis Ochoa, quien fundó y dirige este lugar en Culiacán, Sinaloa, para albergar a personas indigentes y migrantes.
«Aquí normalmente hay 17 personas, eso pasaba en años pasados, pero desde que pasó que se encerraron empezó a llegar más gente», dijo para luego señalar que hoy atiende hasta 50 inquilinos diariamente.
La mayoría de las personas que viven aquí no tienen un techo seguro afuera, donde fueron “echados” por ser diferentes, por tener una enfermedad o por no contar con el dinero suficiente para pagar una renta.
«Hay unas personas que llegaron con un derrame cerebral y otras enfermedades. Aquí les damos medicina, los atendemos», mencionó.
No hay una sola autoridad en Sinaloa que tenga un censo de personas que viven en calidad de indigente, en cambio, hay una decena de instituciones públicas que los atienden sin chistar. Pero no son suficientes, por eso existe El Buen Samaritano.
El albergue tiene un nombre religioso, fiel al capítulo 10 del libro de Lucas en la Biblia, donde Jesucristo habla sobre el significado de amar al prójimo como a uno mismo.
El pastor describe al albergue como una casa llena de humores distintos, de sueños compartidos y de deberes humanos.
«Lo único que les pedimos es que compren tortillas, pero a veces también compran refrescos para compartir, porque la verdad es que no alcanza siempre, pero así hemos sobrevivido», aseguró.
En marzo de 2020 comenzó la pandemia de Covid-19, la OMS y las autoridades sanitarias llamaron a un confinamiento, una cuarentena que ya tiene un año y medio y no parece terminar.
Cuando una de las soluciones fue enviar a todas las personas a sus casas, las calles quedaron vacías. Quienes vivían de las monedas de otras personas dejaron de recibirlas y por lo tanto, dejaron de comer o de vivir en casas de renta.
Otra medida fue el cierre de hoteles. La realidad de un gran número de personas indigentes es la de vivir en cuartos de hoteles baratos, donde la noche puede costar hasta los 150 pesos. Esas personas tuvieron que dejar esos cuartos porque los arrendadores ya no podían rentarlas.
«Había un desconocimiento de todo lo que decían que se hiciera y nadie hasta hoy sabe cómo se cura eso», dijo el pastor.
Los bajopuentes, los parques, las plazas públicas y los portales de tiendas se convirtieron en los refugios de centenas de personas.
«La gente empezó a llegar poco a poco. Eran apenas 17, pero ahora son casi 50 diarios», señaló el pastor.
Este refugio se convirtió en un techo seguro para no contagiarse y para no pasar calores o el frío del invierno. Aquí el plato de sopa, el refresco y la tortilla se comparte para que nadie tenga hambre.
El pastor ha hecho honor a aquella parábola religiosa, para tratar de cambiar la vida de quienes viven aquí. No les pide más que comprar tortillas para hacer rendir la comida.
Ha dado un techo, un amparo, una oportunidad para que nadie enferme de ese virus sin cura.
Texto: Marcos Vizcarra / Ilustración: Martha Rivera / Edición: Miriam Ramírez